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    NO CREAS EN LOS CRONÓMETROS   (El Club del hachís, 1846)




    Al volver en mí, vi la habitación llena de gente vestida de negro, que se aproximaba y se estrechaba la mano con melancólica cordialidad, como personas afligidas por un dolor común.
    Decían:
    —El Tiempo ha muerto; a partir de ahora ya no habrá ni años, ni meses, ni horas; el Tiempo ha muerto y vamos a su entierro.
    —Verdaderamente era muy viejo, pero no contaba con este suceso; se encontraba maravillosamente para su edad —añadió una de las personas del duelo, a la que reconocí porque era un pintor amigo mío.
    —La eternidad estaba agotada, hay que cambiar de vida —repuso otro.
    —¡Dios santo! —exclamé asaltado por una idea súbita—, si ya no existe el tiempo, ¿cuándo darán las once...?
    —Jamás... —gritó con voz de trueno Daucus-Carota, lanzándome su nariz a la cara, y mostrándose ante mí bajo su verdadero aspecto—. Jamás... siempre serán las nueve y cuarto... La aguja se quedará en el minuto en que el tiempo ha dejado de existir, y sufrirás el suplicio de venir a mirar la aguja inmóvil, y de volver a sentarte para empezar otra vez, y todo ello hasta que camines sobre los huesos de tus talones.
    Una fuerza superior me arrastraba, y realicé cuatrocientas o quinientas veces el viaje, interrogando a la esfera del reloj con terrible inquietud.
    Daucus-Carota se había sentado a horcajadas sobre el reloj de pared y me hacía espantosas muecas.
    —¡Miserable!, has detenido el péndulo —grité loco de rabia.
    —En absoluto, va y viene como de costumbre... pero los soles caerán pulverizados antes de que esta flecha de acero haya avanzado una millonésima de milímetro.
    —Vamos, veo que hay que conjurar a los malos espíritus, vuelve el tedio —dijo el vidente—, toquemos un poco de música. El arpa de David será reemplazada esta vez por un piano de Erard.
    Y, sentándose en el taburete, tocó varias melodías de movimiento vivo y carácter alegre...
    Aquello pareció contrariar mucho al hombre-mandrágora que se empequeñeció, se acható, se decoloró y lanzó gemidos inarticulados; finalmente perdió la apariencia humana, y rodó por el entarimado bajo la forma de un salsifí de dos raíces.
    El encanto estaba roto.
    —¡Aleluya!, el Tiempo ha resucitado —gritaron voces infantiles y alegres—; ¡ve a ver el reloj ahora!
    La aguja marcaba las once.
    —Señor, su coche está abajo —me dijo el criado.
    El sueño había terminado.
    Los miembros del club se fueron cada uno por su lado, como los oficiales después del entierro de Malbrouck.
    Yo bajé con paso ligero aquella escalera que me había producido tantas torturas, y unos instantes después estaba en mi habitación en plena realidad; los últimos vapores provocados por el hachís habían desaparecido.
    Había recobrado la razón, o al menos lo que yo llamo así, a falta de otro término.
    Mi lucidez hubiera servido hasta para dar cuenta de una pantomima o de un vodevil, o para hacer versos de tres estrofas.