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    LOS CANTOS DE MALDOROR  (1869)


    Aquí, en un bosquecillo rodeado de flores, duerme el hermafrodita, sumido en profundo sopor, sobre la hierba empapada en llanto. La luna ha desprendido su disco de la masa de nubes y acaricia, con sus pálidos rayos, ese dulce semblante de adolescente. Sus rasgos expresan la más viril energía junto a la gracia de una vírgen celestial. Nada parece natural en él, ni siquiera los músculos de su cuerpo, que se abren paso a través de los armoniosos contornos de formas femeninas. Tiene el brazo doblado sobre la frente, apoyada en el pecho la otra mano, como para contener los latidos de un corazón cerrado a todas las confidencias, y abrumado por el pesado fardo de un secreto eterno. Cansado de la vida y avergonzado de caminar entre seres que no se le parecen, la desesperación ha transido su alma y se va, solo, como el mendigo del valle. ¿Cómo se procura sus medios de existencia? Almas compasivas velan por él, sin que sospeche tal vigilancia, y no le abandonan: ¡es tan bueno!, ¡tan resignado! Habla a veces de buena gana, con quienes tienen el carácter sensible, sin tocarles la mano, y se mantiene a distancia temiendo un peligro imaginario. Si le preguntan por qué ha tomado la soledad por compañera, sus ojos se levantan al cielo y contienen, a duras penas, una lágrima de reproche contra la Providencia, pero no responde a la imprudente pregunta, que extiende por la nieve de sus párpados el rubor de la rosa matutina. Si la entrevista se prolonga, comienza a inquietarse, vuelve los ojos a los cuatro puntos del horizonte, como intentando huir de la presencia de un enemigo invisible que se acerca, hace con su mano un brusco gesto de adiós, se aleja en alas de su despierto pudor y desaparece en el bosque. Generalmente le toman por loco. Cierto día, cuatro hombres enmascarados, que habían recibido órdenes, se arrojaron sobre él y le ataron sólidamente, de modo que sólo pudiera mover las piernas. El látigo abatió sus rudos zurriagos sobre su espalda y le obligaron a dirigirse sin tardar hacia el camino que lleva a Bicétre. Sonrió al recibir los golpes y les habló con tanto sentimiento, con tanta inteligencia sobre muchas ciencias humanas que había estudiado y que mostraban la gran instrucción de aquel que no había, todavía cruzado el umbral de la juventud, y sobre el destino de la humanidad, desvelando así por completo la poética nobleza de su alma, que sus guardianes, sin una gota de sangre en las venas por la acción que habían cometido, desataron sus rotos miembros, se arrastraron a sus pies solicitando un perdón que les fue concedido y se alejaron dando muestras de veneración que, por lo común, no se concede a los hombres.